Dolor y Gloria

“¿Mamá, qué sabes tú de la autoficción?”

La autoficción se define por un “pacto oximorónico” o contradictorio asociando a 2 tipos de narraciones opuestas:
Un relato fundado, como la autobiografía, sobre el principio de las 3 identidades donde el autor es también el narrador y el personaje principal; que sin embargo es ficción en sus modalidades narrativas y en sus paratextos:
Título, textos de solapa, contratapa, etc.
Y se le llama también “novela personal”, ya que se trata de un cruce entre un relato real de la vida del autor, y el relato de una experiencia ficticia vivida por éste, por tanto, los nombres de los personajes, a excepción del nombre del autor o de los lugares pueden estar modificados; así, la “factualidad” es puesta en segundo plano en beneficio de la economía del recuerdo, o de la elección narrativa del autor.
Libre de “las censuras interiores”, la autoficción deja entonces un lugar preponderante a la expresión del inconsciente en el relato de sí; y este pacto establece que los datos y acontecimientos que un autor escriba en un texto sobre su vida, son verdaderos, y por tanto le propone al lector que lea e interprete el texto conectado a principios que discriminen su falsedad o sinceridad, según criterios similares a los que utiliza para evaluar actitudes y comportamientos de la vida cotidiana.
Así, el autor no puede sino contraer una plena identidad con el narrador de su obra; y hay que recalcar que el pacto autobiográfico no garantiza que en efecto sea verdad lo que se dice en un texto, sino más bien el hecho de que el autor así lo declara, independientemente de que sea cierto o falso; lo que impide que se confunda una autobiografía y una novela, no sólo son los aspectos concretos del texto, los que pueden ser los mismos; ni menos aún el hecho de que el autobiógrafo sea siempre sincero y verídico, sino el hecho de que el autobiógrafo afirma su sinceridad y su intención de decir la verdad, aun cuando sus promesas carezcan de futuro.
No obstante el término tiende a ser mal utilizado o mal comprendido, ya que con una gran frecuencia se habla de “autoficción” para referirse a “autobiografía”, o bien, a relatos basados en la vida del autor.
Por tanto, una autoficción es siempre una novela que cumple con 2 requisitos:
El autor empírico hace parte del relato, y los hechos están “ficcionalizados”, pudiendo ser a partir de sucesos reales o no.
Ni engaño ni mentira, ni verdad ni falsedad, la autoficción se basa en la posibilidad de “presentificar” lo perdido desde lo imaginario del recuerdo.
Un ejemplo clásico de autoficción es “La Divina Comedia”, en la que el poeta Dante Alighieri narra su descenso al Infierno, utilizando así su persona en una experiencia ficticia.
Y es que todo artista, sea de la disciplina que sea, siente en algún momento de su vida y su carrera, la necesidad de exteriorizar su propia historia, sus influencias y esas experiencias que lo convirtieron en lo que es, consciente o inconscientemente.
Pedro Almodóvar lo fue haciendo con destellos a lo largo de casi toda su filmografía, pero ninguna de sus películas se siente tan personal y particular como “Dolor y Gloria” (2019)
“Lo escribí para olvidarme de su contenido, pero no quiero hablar de ello”
Dolor y Gloria es un drama del año 2019, escrito y dirigido por Pedro Almodóvar.
Protagonizado por Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas, Asier Flores, César Vicente, Raúl Arévalo, Neus Alborch, Cecilia Roth, Pedro Casablanc, Susi Sánchez, Eva Martín, Julián López, Rosalía, Francisca Horcajo, entre otros.
El director Pedro Almodóvar confirmó que el punto de partida en la escritura del guión de Dolor y Gloria, habría sido su propia vida, constituyendo el filme una autoficción; e inspirado en “8½” (1963) de Federico Fellini; y según ha explicado Almodóvar, esta película es un proyecto muy personal que “habla de la creación, cinematográfica y teatral, y de la imposibilidad de separar la creación de la propia vida”
Así, la palabra que utiliza el realizador para definir esta obra es “autoficción”, como un relato que va mezclando hechos reales y ficticios, creando un hermoso entramado, imposible de desenmarañar, posiblemente, incluso para él mismo; en una película sobre el recuerdo, sobre la sabiduría adquirida a lo largo de los años, sobre el legado, sobre la superación, en definitiva, sobre la vida misma, y todo contado con una pureza y esencialidad que pocos directores alcanzan.
El filme hizo su debut internacional en El Festival Internacional de Cine de Cannes de 2019, donde la película fue seleccionada para competir por La Palme d’Or, siendo, como se citó, uno de los más personales del director manchego, pues tiene como “alter ego” a Antonio Banderas, que fue ganador del Premio al Mejor Actor en el reciente Festival; y he de confesar que sólo bajo la dirección de Almodóvar, Banderas ha conseguido sus mejores registros; sin olvidar que Alberto Iglesias compuso nuevamente la música y lo hizo ganador del Premio a La Mejor Banda Sonora en Cannes.
El rodaje tuvo lugar en Madrid y La Comunidad Valenciana; y nos habla sobre un cineasta enfermo, que rememora su infancia y amores; en una serie de reencuentros en la vida de Salvador Mallo (Antonio Banderas), un director de cine en su ocaso; algunos de ellos físicos, y otros recordados, como su infancia en los años 60, cuando emigró con sus padres a Paterna, un pueblo de Valencia, en busca de prosperidad; así como el primer deseo, su primer amor adulto ya en el Madrid de los 80, el dolor de la ruptura de este amor cuando todavía estaba vivo y palpitante; la escritura como única terapia para olvidar lo inolvidable, el temprano descubrimiento del cine, y el vacío, el inconmensurable vacío ante la imposibilidad de seguir rodando.
Por ello, Dolor y Gloria nos habla de la creación, de la dificultad de separarla de la propia vida y de las pasiones que le dan sentido y esperanza; y en la recuperación de su pasado, Salvador encuentra la necesidad urgente de volver a escribir.
Esta es una historia dura y emotiva, poderosa e intimista a la vez, que aborda cuestiones como la degradación física, la vejez, la relectura y resignificación de distintos momentos clave de la vida personal, que van desde las experiencias iniciáticas de la infancia, hasta la forma de lidiar con la muerte de la madre; y la posibilidad de reencontrarse con los demás y con uno mismo.
El tema de la familia, las relaciones paterno-filiales, la sexualidad, incluso el dolor y la depresión, la cultura y las drogas, son abordados de manera trascendente, con ternura y sensibilidad, reposadamente, al fin y al cabo, con la inteligencia que dan los años y la experiencia, con una mirada comprensiva, respetuosa, porque los padres, todos en definitiva, somos seres imperfectos, que vivimos como podemos.
Menos grandilocuente que algunos de sus trabajos anteriores, que también encantan, por cierto; esta película agridulce, muestra la madurez de un director que ha existido y lo ha visto todo, alguien que ha experimentado “el dolor y la gloria” y se pregunta a sí mismo, qué es lo próximo en la vida…
Y en esta narrativa, en parte autobiográfica, su más personal hasta ahora, Almodóvar expresa cierta frustración con el envejecimiento y la soledad, pero también su aprecio por el camino que tuvo el privilegio de hacer para sí mismo, y continúa trabajando, y las personas que son importantes para él; por lo que consigue explorar la nostalgia sin sucumbir a la tristeza.
En todo caso, los sentidos y el arte de Almodóvar están más agudos que nunca; siendo capaz de ser crítico y amoroso al mismo tiempo; y ha gustado esa evolución personal a lo largo de las décadas, que él sigue experimentando con diferentes estilos de narración.
Queda en el espectador, descubrir “el dolor y la gloria” del título de una producción con un final que no acaba, sino que sigue… continúa, donde todos somos ahora parte de una filmografía propia, nuestros recuerdos.
“¿50 años después?
Es un buen argumento para una historia, y tal vez la escriba.
Pero buscarlo sería una locura”
“El amor no mueve montañas, el amor no salva”, esta premisa siempre está presente en las películas de Almodóvar, pero hasta Dolor y Gloria no ha sido tan explícito; tanto que ha sido un “leitmotiv” en su filmografía, el amor está presente, el camino es doloroso, no reconforta, es retorcido, confuso, lleva a equivocaciones, está lleno de obstáculos, y muchas veces no deja finales felices…
El género del amor, es el melodrama; y hay otros caminos que sí salvan al individuo:
La creación, las pasiones, la belleza, la lectura, el cine, los recuerdos, los lugares queridos, las obras de arte, la música…
Y estas sendas de salvación, también quedan dibujadas; y es curioso porque Almodóvar abre su alma, pero también deja claves para analizar su trayectoria cinematográfica.
En Dolor y Gloria, deja una de sus historias de amor más hermosas y redondas, pero con su premisa intacta:
“El amor no salva”
Y su forma de construirla, estructurarla, es uno de los puntos fuertes.
Esta película es la #21 en la filmografía del director manchego, y es la 6ª película en competir en El Festival Internacional de Cine de Cannes pro La Palme d’Or; y según explica el propio Pedro, “sin haberlo pretendido, Dolor y Gloria es la 3ª parte de una trilogía de creación espontánea que ha tardado 32 años en completarse”
Las 3 películas que compondrían esta trilogía son:
“La Ley del Deseo (1987), “La Mala Educación” (2004) y “Dolor y Gloria (2019)”, y todas ellas protagonizadas por personajes masculinos que son directores de cine, y en las que el tema central son el deseo y la ficción.
Aunque Almodóvar ha sido elogiado desde siempre por sus incursiones en el universo femenino, esta suerte de cierre del tríptico sobre las desventuras de directores de cine, lo muestra igual de sensible en su retrato de las contradicciones internas, los miedos, las angustias y los traumas de los hombres cuando la madurez ya se confunde con los primeros indicios de una vejez que trae aparejados achaques físicos y miserias psicológicas.
La trilogía también tiene como epicentro “El Deseo”, nombre de la productora de los hermanos Almodóvar y Esther García, en sus múltiples estadios:
Desde la infancia, con el descubrimiento del placer, merced a la contemplación del otro; la adultez joven, y el acercamiento de la vejez, en donde a partir de los recuerdos y del tránsito por el arte, el placer  perdido puede ser recuperado.
Desde este punto de vista, tal vez Dolor y Gloria sea la película más “proustiana” del director de “Todo sobre mi madre” (1999); que con esta última también guarda puntos de conexión, vinculados al tiempo en el que el personaje protagónico formó su personalidad y sus afinidades afectivas, en una niñez austera que lo encontró rodeado de mujeres...
La presencia de la madre, retorna también en la adultez, en uno de los “flashbacks” más justificados en términos dramáticos de toda su carrera.
Y es que Almodóvar encuentra en esta película, que tiene mucho de sinfonía, porque cada elemento resulta significativo y entabla un vínculo sensorial con el entorno, un equilibrio notable:
Por un lado, recupera su pasión por el melodrama sin dejar de sellar su estilo en cada fotograma, están claros esos acordes tan “almodovarianos” y la predilección por los colores primarios; pero por otra parte se contiene en pos de no correrse de la subjetividad de su criatura.
Porque esta es una película confesional, casi hablada en primera persona a través de un “álter ego” en la que no existe afán de exhibicionismo, solo la necesidad del director de abrir la caja de sus recuerdos y compartirlos con el espectador.
Tanto que Pedro Almodóvar admite que, para esta película, ha tomado su propia vida como referencia; por ejemplo:
El mobiliario, los libros y las pinturas de la casa en la que vive el protagonista, son realmente del director manchego; e incluso la ropa que lleva Antonio Banderas en el filme, es una réplica de las prendas de su vestuario.
Eso sí, Almodóvar puntualiza:
“Al principio me tomé como referencia a mí mismo pero, una vez que empiezas a escribir, la ficción establece sus reglas, y se independiza del origen”
La historia del filme ocurre en 3 épocas de la vida del director Salvador Mallo:
Su infancia en un pueblo al que emigró con sus padres en los años 60, su primer amor ya en el Madrid de los 80, y el presente, con el protagonista apartado del cine y del mundo.
Está narrado en una serie de reencuentros de un director de cine en su decadencia; y algunos de estos reencuentros son físicos, otros son recordados:
Su infancia cuando emigró junto con su familia a Paterna en busca de prosperidad; su primer deseo, su primer amor adulto y el dolor de la ruptura de esta relación; la escritura como una terapia para olvidar, el descubrimiento prematuro del cine, la imposibilidad de continuar la filmación, etc.
Allí vemos a Salvador Mallo, que ha superado su apogeo profesional, y en medio de una crisis creativa, con diversas enfermedades físicas y mentales; visita al protagonista de una de sus obras anteriores, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), con quien no ha hablado durante 30 años debido a una disputa.
Ambos se reconcilian, y Crespo lo introduce a la heroína…
El efecto intoxicante, le recuerda a Salvador algunas de las experiencias de su infancia, cómo, cuando era niño, se mudó a un apartamento tipo cueva con su padre (Raúl Arévalo) y su madre Jacinta (Penélope Cruz), y cómo la visión de un hombre desnudo (César Vicente), se convierte en el detonante de su posterior homosexualidad.
Pero Crespo trae un monólogo de los recuerdos de Salvador al escenario, en el que se menciona al amigo homosexual de Salvador, Federico (Leonardo Sbaraglia), que pasa a estar sentado en la audiencia.
Federico, que ahora tiene esposa e hijos adultos, visita al soltero Salvador; y después de una reunión casi platónica, los 2 se separan amigablemente, y probablemente para siempre…
Pero Salvador parece ofendido, y sigue luchando con la heroína y la adicción a las drogas; y en un recuerdo, su anciana madre (Julieta Serrano) lo acusa de haberla dejado sola en ese momento, y de no haber sido un buen niño; y antes de que él pueda demostrarle su amor, ella muere en el hospital…
Como consecuencia de sus dolores, Salvador se somete a una cirugía de la columna vertebral, no problemática; y probablemente bajo la influencia de la anestesia, se le aparece una imagen final de su joven madre con él cuando era un niño…
La cámara retrocede, y revela la vista de un ingeniero de sonido…
Al parecer, Salvador pudo filmar los recuerdos de su infancia, superando el dolor del recuerdo.
El cineasta Pedro Almodóvar, a sus 69 años, ha firmado su “Amarcord” y su “8½” en una sola película, la que narra en sendos “flashbacks” su infancia en La Mancha, el descubrimiento del cine, el entorno familiar humilde, la génesis de la homosexualidad, y luego, la actualidad de un director que intenta reconciliarse con su obra y con actores del pasado que lo acompañaron en los locos años 80.
Y nos mantiene expectantes durante 2 horas con ese doble engaño, el de que conjeturemos sobre si es la misma persona, y el de hacernos creer que así fue exactamente su infancia…
Aunque no todo, hay ciertas cosas que no coinciden y que te hacen dudar…
Y es que Dolor y Gloria es una estructura perfecta de historias dentro de historias, que encajan perfectamente, como azulejos en una pared; a la vez que va dejando sus referencias en la música, no falta el recuerdo a Chavela Vargas, en arte, en literatura o en cine, no faltan proyecciones de “Splendor In The Grass”, “Niagara”, “La Niña Santa”; e incluso nombra y deja un libro a mano, a la vista, para invitar a aquellos que quieran saber qué pasó culturalmente en los 80, donde Madrid se convirtió también en ciudad minada en “Cómo acabar con La Contracultura” de Jordi Costa.
Cada historia cuenta con premisas de la trayectoria cinematográfica de Almodóvar; y a su peculiar manera de plasmar la historia de amor, va otra sobre la concepción del deseo, otra de las claves fuertes de sus películas… y aquí, Almodóvar trabaja de manera preciosa la realidad y la ficción, con su amor por el cine y el rodaje; así muestra la historia de ese niño y su madre que viven en una cueva de Paterna; la infancia y el nacimiento del deseo; o la mirada de un niño hacia las cosas bellas.
Y entre esas cosas bellas, el cuerpo desnudo de un albañil...
Un muchacho del pueblo, sensible, con delicadeza para la pintura, que no sabe ni escribir ni leer, y recibe las lecciones del niño.
Lo que queda de esa historia sobre un primer deseo, es un papel de estraza con un dibujo, que llega finalmente a su destinatario; y en el reverso, las letras pintan una historia inacabada...
Sin olvidar que el filme tiene todas las constantes del director:
El uso del color, el fuerte color rojo; una narración “fragmentada en apariencia”, tremendo giro narrativo; un “flashback” en recuerdo de la madre, como el ser más querido y preciado; el monólogo y los primeros planos casi imposibles; las musas artísticas como Donna Reed, Marilyn Monroe, Natalie Wood y Chavela Vargas, entre otras.
Al recuerdo de “la movida” y el amor homosexual… y es que este filme lo tiene todo para descubrir al Pedro más íntimo, pues ahora entendemos que la gente que lo rodeó, el amor y la soledad, su madre… fueron los impulsadores de sus historias, sus recuerdos viven en sus relatos, con mucho detalle que es hermoso descubrir, aunque se diga que se repite, uno se conmueve como si fuera la primera vez; y lo magistral de la película se ve reflejado en los distintos procedimientos formales que ocupa:
El empleo de voz “en off” para los “flashbacks” y que afianza la sensación de pasado; el uso de animación para explicar en el inicio, cuáles son las dolencias físicas del personaje, pero también las razones de su estado depresivo.
El juego con la puesta en escena teatral en el monólogo de Alberto Crespo, también es una proeza en sí misma; donde pasado y presente se entrelazan constantemente a partir de distintos objetos:
La música del piano, un dibujo, una foto, una caja, todo ello con una elipsis temporal muy bien empleada; donde los objetos son depósitos del recuerdo y escamotean al presente de pasado.
Dichas elipsis, al apoyarse en los objetos cotidianos, evaden la torpeza de intertítulos, capítulos, cortes o cualquier tipo de procedimiento extra-fílmico; y mantiene así al relato imbuido de sí mismo, limpio, logrando un equilibrio perfecto entre pasado y presente, cuyo verdadero peso y genio se revela en el final, en una simple transición de “zoom”, procedimiento tan utilizado en el cine sin intención expresiva alguna, que aquí pasa a ser “la gloria” misma del director dentro y fuera de la película.
De nuevo, la fotografía de la película la firma José Luis Alcaine, colaborador de Pedro Almodóvar en muchos de sus filmes; y como dato, la película es un nostálgico canto al amor maternal, al poder del cine y a los amores perdidos, que tiene múltiples conexiones con Argentina:
Desde el esencial papel de Sbaraglia, como un ex amante de Salvador durante sus años de juventud, hasta una participación especial de Cecilia Roth; el diseño de Juan Gatti, la dirección de arte de María Clara Notari, y hasta un fragmento de “La Niña Santa” de Lucrecia Martel, que los protagonistas ven en televisión.
Y es precisamente “El Salvador” metafórico del ya cincuentón de Sbaraglia, quien le regala un beso apasionado en uno de los momentos más intensos de una conmovedora e inolvidable película; porque todo eso está alimentado, como siempre, por la sensualidad de la filmación:
Esa fiesta de colores fuertes y de grafismos potentes, donde “el rojo-Almodóvar” obviamente predomina, y en la escena del reencuentro, luego de recibir la llamada por el intercomunicador del edificio, Salvador mira expectante el ascensor, rojo, mientras aguarda que surja Federico…
Es un gusto aparte abstraer la mente de la narrativa y contemplar los detalles juguetones de la puesta en escena, como ese plano en que la rubia Mercedes está con su taza amarilla al lado de Salvador, de camisa azul con una taza azul.
Otros aspectos, en cambio, son más que ornamentos para la vista, y se cargan de simbolismo, como los créditos de presentación que combinan insinuaciones de agua y de pantalla de cine.
Poco después, veremos a Salvador en una piscina, y el agua azul, que rima con la presentación, también insinúa el entorno uterino, que se vinculará con su madre.
Y es que el agua será un elemento esencial en todo el relato.
El “travelling” sobre la línea del fondo de la piscina, también va a rimar con el paseo de la cámara por la cicatriz de su operación de columna.
A la madre la veremos por primera vez al borde del agua, lavando ropa, en uno de esos “flashbacks” que, como veremos, son “flash forwards”
En esa escena, el amor materno se casa con hispanidad:
Esas mujeres más bellas, que no sé qué, de pronto, empiezan a tararear y hacer gestos de baile flamenco, en lo que bien podría ser una escena de la ópera “Carmen!; y la escena más fuerte vinculada al primer intenso deseo erótico, se va a dar en la cueva-útero, y también involucrando al agua.
Así, la infancia es invocada alternativamente por Salvador y por el relato, como si fuera la película misma la que recuerda más allá de los deseos del personaje.
De los 80, en cambio, solo se sabe lo que cuenta el monólogo que finalmente interpreta Alberto…
El mecanismo, singular, exhibe una eficacia narrativa impensada:
Almodóvar procesa la historia de un amor trágico recurriendo a la sola presencia.
Alberto, con su voz y sus movimientos, llenando un escenario prácticamente vacío.
El experimento puede verse como un intercambio de fuerzas:
El cine le presta al teatro una historia iniciada con imágenes y sonidos que este le devuelve transmutada en palabras y gestos; un diálogo entre lenguajes que se da sin grandes aspavientos, y donde cada uno saca el mejor partido posible del contrapunto con el otro.
Como ya ocurrió en otros filmes del cineasta, la evocación del pasado nunca es inocua, sino que siempre trae sus restos al presente, sus fantasmas.
La función de “La Adicción” como monólogo, arrastra allí a Federico, el amante desaparecido, que se descubre a sí mismo, de casualidad, en el calvario que actúa Alberto.
Salido casi de la nada, Federico es como un espectro pero, eso sí, uno bastante más vivo que su invocador.
Como en “Julieta”, el repliegue sobre el pasado aflora viejos dolores pero también certifica la futilidad de un presente desprovisto de finalidad:
Allí, Beatriz emprendía la búsqueda de su hija perdida menos por una necesidad afectiva que por el vacío que envolvía su cotidianeidad.
Aquí, la aparición de Federico le devuelve a Salvador la imagen de una plenitud que es la contracara exacta de su largo hundimiento.
La ruina de Salvador, fue leída como un comentario de Almodóvar sobre su entrada a la madurez, pero lo cierto es que también es la actualización de un viejo tema, el del creador incapacitado, atrapado en un laberinto personal de obsesiones y problemas, algo de lo que Fellini habló mucho en sus películas.
Así, “los ojos son los mismos, pero las películas son diferentes”
Del reparto, el galardonado desempeño de Antonio Banderas como “alter ego” del director, es discreto pero audaz.
Almodóvar dijo que la elección era obvia, ya que Banderas es para él lo que Marcello Mastroianni fue para Federico Fellini.
Y de hecho hay algunas similitudes entre esta película y “8½”:
Ambas películas tratan sobre el proceso creativo; pero mientras que Fellini aborda el tema como un gladiador que enfrenta obstáculos con un látigo en la mano; Almodóvar es más discreto, y parece apuntar a la ternura como su arma preferida.
Como Banderas es para él, lo que Marcello Mastroianni fue para Federico Fellini; Salvador Mallo es el sujeto más consciente de su dolor, sus fuentes, significancias y consecuencias.
El dolor del presente, de la adicción, la soledad, la columna, la vejez, la depresión, la muerte de la madre... el estancamiento creativo, la parálisis expresiva encarnada en un cuerpo muchas veces al filo de la catatonia.
El rostro de Banderas, preso del encierro, rigidizado, paulatinamente se suelta y torna expresivo.
Incuba el dolor, y en un principio lo niega para después derechamente evadirlo con heroína, sabiendo que en algún momento va a pasar…
De esa manera presenciamos el dolor de un hombre que ya aprendió a sufrir, que entiende que aquello forma parte de toda vida, aguardando ese cúmulo de voluntad que demora, pero siempre llega.
No es casual entonces que el mismo autor considerara necesario que sus propios muebles, objetos, libros y cuadros, sean los que posee en su vivienda particular, se trasladaran al plató para rodar la película; en la que escenografía y composición del espacio, pues tanto los objetos y muebles que vemos en la casa del protagonista como su disposición, son significativos.
Por ejemplo, el rojo de los armarios de la cocina, connota una modernidad perfectamente compatible con los tonos más discretos y coloridos pero elegantes del gran salón.
Pero es sobre todo en las obras de arte donde mejor se refleja la personalidad del realizador, el real y el ficticio, el original y la copia:
Esculturas, cuadros y libros, establecen vínculos con la forma de ser del protagonista, conforman su mejor retrato.
Las líneas ascendentes de las formas tubulares de Miquel Navarro, sugieren una geometría aérea donde los sueños puedan emerger de la realidad y volar hacia otras altitudes, explorar nuevos espacios.
Las formas planas y rotundas de los rostros de Maruja Mayo, crean el simbolismo naif, pero enérgico, de una inocencia consolidada, integrada, no perdida.
El relativo abigarramiento de los cuadros de Guillermo P. Villalta, con sus curvas barrocas y entrelazadas, nos traslada el caos del ser humano, su conflictiva soledad.
Las pinturas de Jorge Galindo podrían considerarse la mejor metáfora de la película:
Por un lado, sus formas no figurativas, donde lo visual y lo abstracto se alían para dotar de ambigüedad a sus mensajes; por otro, el uso de materiales variados como fotos y lanas, prioriza un arte que prima el collage y la instalación sobre otras formas más tradicionales de expresión.
Lo más relevante del director, su interior complejo y oscuro, ambiguo y caótico, contradictorio y enérgico, es, pues, proporcionado por estas obras de arte que ocupan paredes y rincones del espacio escénico.
Nos hablan de quién es el hombre que lo habita, un hombre que vive en el desorden, y busca salir de él explorando sus sueños.
Lo mismo podríamos decir de algunos libros que Salvador lee o simplemente acaricia u hojea.
La novela de Torborg Nedreaas “Nada crece a la luz de La Luna”, suma la idea del amor como deseo en el ámbito nocturno de las trasgresiones; o “Cómo acabar con La Contracultura” de Jordi Costa, el estudio del “underground” español desde el hippie al youtuber; y “El libro de Desasosiego” de Pessoa, es otra referencia de lo que define tanto al director como a su película:
Una combinación de fragmentos que no tienen por qué componer un argumento, un conjunto de sugerencias y divagaciones sobre un universo interior del que se ofrece una minúscula muestra, apenas un atisbo.
Y es que esta película supone las mayores cuotas de refinamiento que el estilo de Almodóvar haya alcanzado nunca, tanto a nivel narrativo, como estético o escénico; además, tal parece que se trata de su obra más personal, pues el protagonista es un director que ha de hacer frente a los dolores, físicos y anímicos, de la vejez que llama a la puerta.
Así, tanto con medicamentos, tanto con heroína, cuya preparación y efecto, finalmente, vemos que no se diferencian tanto para él.
Inevitablemente, en su última oportunidad para preservar su madurez dejando echar a volar, libre, el recuerdo de su juventud, el hombre se pierde en asuntos del pasado aún pendientes:
Un actor con quien ha de hacer las paces, un antiguo amor que ha de superar, el dolor de la ausencia de una madre que ha de aceptar y el primer deseo en forma de hombre desnudo, en una secuencia magnífica.
Estos puntos, cine, hombres y madre, “Santísima Trinidad de La Pasión” del protagonista se van entrelazados de manera sutil, casi sin que nos demos cuenta que forman 3 historias independientes.
No en vano, las 3 vienen y se van constantemente, al igual que en la mente de su protagonista.
Al igual, por tanto, que el Almodóvar público que conocemos.
Por otro lado, esta es la primera colaboración de Julieta Serrano con Pedro Almodóvar en casi 30 años; pues habían trabajado juntos en muchas de sus películas de la década de 1980, como:
“Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” (1980), “Entre Tinieblas” (1983), “Matador” (1986), “¡Atarme!” (1989) y “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (1988)
Mientras que Serrano y Banderas ya habían interpretado a madre e hijo, más de 30 años antes, en otras 2 películas, también de Pedro Almodóvar, en “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (1988) y “Matador” (1986)
La Serrano es una presencia femenina y secundaria muy característica, como la de Chus Lampreave, sobre todo en la primera y segunda etapa “almodovariana”, que da vida a Jacinta de mayor, cuando debe dejar el pueblo e instalarse en el piso de su hijo en Madrid porque, aunque el dolor agobia menos, la muerte está más cerca… y Penélope Cruz… que cada vez se parece más a Sofía Loren, es quizás la actriz fundamental en la obra del cineasta junto a Carmen Maura, Cecilia Roth y Victoria Abril; donde aquí encarna a Jacinta, la madre de Salvador cuando ella es joven, cuando él es un niño maravillado al verla extender las sabanas que acaba de lavar en el río y ponerse a cantar con las otras lavanderas…
Como dato, esta es la 8ª colaboración de Pedro Almodóvar con Banderas, y la 6ª con Penélope Cruz; y Dolor y Gloria marca su 2ª colaboración con los 2 juntos, pues el primero fue en “Los Amantes Pasajeros” (2013)
Por otro lado, esta es la primera película de Pedro Almodóvar en la que trabaja el actor Asier Etxeandia; pero sobre todo, destacan 2 jóvenes intérpretes que darán mucho que hablar:
Uno de ellos es el pequeño que da vida a Almodóvar de niño:
Asier Flores.
Un jovencito cuya pasión por la vida y el amor a su madre traspasa la pantalla.
Una regresión al pasado inmersiva; de la misma forma el personaje de César Vicente, un albañil analfabeto, que señala uno de los momentos más polémicos de la cinta, y que sin duda es una delicia para los seguidores del realizador.
Un viaje sin concesiones que le permite mostrar el despertar de un niño ante la belleza escultural de un cuerpo masculino, revelado en su desnudez integral, sabiendo que con esta escena, espléndida por otra parte, probablemente rompe cualquier posibilidad de hacer caja y premios en la mojigata e hipócrita sociedad regida por Donald Trump.
Otras de las apariciones más esperadas en Dolor y Gloria son los de Susi Sánchez, Cecilia Roth, Raúl Arévalo o Julián López, entre otros; y un Leonardo Sbaraglia que viene a arrancarnos lágrimas y suspiros.
A esta posible polémica, la del beso gay., se le añade la del hombre casado, interpretado por el actor argentino que supera su drogadicción y se reencuentra muchos años después con el gran amor de su vida.
Un hombre que sin duda sigue escondiendo sentimientos por el protagonista, a pesar de que ha rehecho su vida con diferentes mujeres y una familia.
También la película cuenta con un cameo muy especial, el de la popular cantante Rosalía; y según explica la artista, es una gran fan del director manchego desde que acudía con su madre y su hermana, y veía “a las mujeres que las protagonizaban sus películas, que me parecían de otro mundo y a la vez tan familiares”; y es que aquí hay momentos de una emoción controlada, pero no por ello menos intensa, tanto en el tiempo presente como en ese pasado que no llega en forma de recuerdo, sino como un mecanismo narrativo perfecto para que entendamos en toda su dimensión al protagonista.
Aquí, Almodóvar fija con enorme delicadeza todo lo que atañe a la infancia de Salvador y la relación con su madre.
El plano del niño mirando a su madre como lava la ropa en el río con otras lavanderas es tan maravilloso, como maravillada es la mirada del pequeño.
Y viene precedido de otra imagen acuosa, de útero y refugio, en la que el Salvador maduro está sentado en el fondo de una piscina...
Nadie como el Almodóvar actual para filmar con tanta sensibilidad los primeros brotes de deseo y el reencuentro con un amor perdido.
Hay algunos aspectos que dan para hablar mucho más, como la parodia a la conferencia virtual de Godard en Cannes, las conexiones literarias que se esbozan a partir de las lecturas de Salvador Mallo, la exploración del deseo como eje de la vida creativa, la curiosidad infantil, las referencias cinéfilas, desde Robert Taylor a Lucrecia Martel; la relación edípica del creador, la cantidad de cuadros y esculturas distintas que dialogan con el personaje y un largo etc.; y se le puede achacar que “el dolor” físico del protagonista no es importante, y puede ser considerado como un “macguffin” como diría Hitchcock; al tiempo que la normativa no permite que se fume ni haya marcas de tabaco en una película, y permitimos que se fume heroína, haciendo ver que “es beneficiosa para el dolor”, que es fácil de quitarse de su consumo y que se puede vivir 34 años consumiéndola sin estar muerto o completamente destruido… esta película puede ser un grave perjuicio para nuestra sociedad, sobre todo para nuestros jóvenes, minimizando los efectos de una droga tan destructiva y catastrófica para consumidores y familiares como es la heroína.
En el fondo, en ningún caso está haciendo una apología del consumo, pero evita a toda costa una posible demonización; y deja toda la responsabilidad de eso en el personaje, quien está completamente al tanto del efecto de la droga en sus estados psicosomáticos; pues el consumo comienza por la necesidad de evasión y termina cuando aparece un viejo amor, Federico, que le mueve el piso, que le hace sentir algo distinto al placer propio de los medicamentos opiáceos y la heroína.
Allí comienza “La Gloria”, la superación del pasado, seguida tan cerca del dolor, que incluso pareciera que los espacios entre las palabras “Dolor y Gloria” no le hacen justicia a su verdadera proximidad.
Lo dice mejor el mismo Almodóvar:
“La auténtica droga de la película es el cine, no la heroína, la verdadera dependencia de Salvador es la de seguir haciendo películas”
Por último, como en trabajos anteriores del cineasta, el compositor Alberto Iglesias sería el encargado de la composición de la banda sonora original de la película; que incluye la canción “A tu vera” interpretada por Rosalía, y también por Penélope Cruz.
Este tema compuesto y escrito por Juan Solano Pedrero y Rafael de León, sin embargo fue popularizado por “La Faraona” Lola Flores.
Además, hay canciones icónicas de coplas, de Chavela Vargas, de Mina o Alaska y Dinarama, etc.
“No es mejor actor el que llora, sino el que logra contener las lágrimas”
Las obras maestras que vienen con la vejez, tienen cualidades especiales; parecen hechas con una facilidad poco común, con una belleza de lo mínimo o esencial, sin alardes ni ostentaciones.
También son obras que hacen del virtuosismo una cuestión de precisión y exactitud, un uso certero de los trazos estrictamente necesarios.
Por ello, en el acto de recordar y reconciliarse, protagonista y creador muestran una vulnerabilidad que va más allá del homenaje, que nos envuelve y distrae hacia nosotros mismos, eso es autoficción; cuando Salvador comienza a recordar su infancia y sus amores, los ríos que lo arrastraron al mar de problemas donde lo encontramos en un plano al principio de la película.
Feto súper-desarrollado, Salvador se arremolina sobre sí en un intento inútil de regresar al vientre, de olvidarlo todo, pero entre más repele al pasado, más lo atrae.
Reparada la amistad entre actor y director, el primero se dedica a recitar un monólogo autobiográfico del segundo, en un resplandeciente escenario rojo, es decir, un personaje cuenta la historia de otro, que a su vez es una versión ficticia de su creador:
Almodóvar al cuadrado.
Y como el resto de su filmografía, la artificiosa “Dolor y Gloria” quiere que la asumamos como ilusoria, falsa, sin embargo también contiene una autenticidad que sólo da la experiencia; y puede que la cueva donde crece el pequeño resulte mucho más bella con sus paredes luminosas de lo que probablemente fue en la realidad, pero Almodóvar no busca hacer una copia fiel.
Al contrario, este escenario es sólo una representación de lo que fue, la casa donde encontró el deseo y donde comenzó a ser el hombre que su madre no supo amar.
Y no, la madre de Pedro Almodóvar no se murió hace pocos años, suscitando una crisis creativa prolongada que duró hasta que produjo, como un acto de superación y catarsis, esta película “autoficcionada”
La madre de Almodóvar murió en 1999, y “Dolor y Gloria” viene siendo su 8º largometraje desde entonces, que se lanza pasados unos razonables 3 años luego de “Julieta” (2016); que tampoco residió cuando niño en Valencia, el pueblo al que se mudó con la familia y donde tuvo su primer contacto con el cine, fue en Cáceres, Extremadura.
Vaya uno a saber si otros detalles contados en esta película se corresponden o no con el Almodóvar empírico, y si realmente viene sufriendo los dolores físicos y existenciales que aquejan a su personaje protagónico...
Lo cierto es que “Dolor y Gloria” son 2 palabras antónimas que simbolizan que cuánto más altas sean nuestras aspiraciones, mayor serán nuestros sacrificios.
El film, aunque se caracterice principalmente por estar narrado en clave nostálgica y melancólica, es una oda a la victoria.
Es un cántico que apuesta por seguir viviendo a pesar de la adversidad, de la somatización del cuerpo y de las caídas.
Es un motivo para anclarse a la esperanza hecha a base de propósitos.
Como bien dice el director, “el cine me salvó la vida”, y no es más que ese cine rudo y añejo, insertado en la memoria de un niño de un barrio de Calzada de Calatrava que tiene “olor a jazmín y orines”, aunque:

“Son tus ojos los que han cambiado, la película es la misma”



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