El Club

“Si se acaban los pobres, se acaban los santos, y eso sería gravísimo”

Decía Friedrich Nietzsche que “la desobediencia a Dios, es decir, al sacerdote, a “la ley”, recibe ahora el nombre de “Pecado”
El sacerdote, es una persona que se dedica con una designación específica, a realizar actos de culto en una religión, en ocasiones, como intermediario entre los miembros de una comunidad religiosa y la divinidad a la que estos adoren.
De acuerdo a la creencia cristiana, el sacerdote recibe poder de Dios, y debe usarlo a su servicio.
De acuerdo a las enseñanzas cristianas, el sacerdote debe dar muestra de virtudes como:
Paciencia, bondad, pureza y sinceridad, y ser capaces de sobrellevar circunstancias adversas para cumplir su misión.
Los sacerdotes cristianos, suelen recibir una recompensa en dinero o especies por ejercer su ministerio, ya sea de parte de la comunidad o de la iglesia a la que pertenecen, punto que no es bien visto por algunos, al considerar que no debería pagarse por recibir El Evangelio.
La Biblia enseña que en la única Iglesia de Cristo, tiene que haber sacerdotes con “poder” para consagrar y para perdonar los pecados, y con “autoridad” para dirigir al pueblo de Dios, y predicar La Palabra.
El sacerdocio, es el poder más grande que hay en La Tierra; con él, y por medio de él, se crearon los mundos.
El poder del sacerdocio, es el poder y autoridad delegado por Dios para actuar en Su nombre, para la salvación de Sus hijos.
¡Qué gran poder!
¿Qué más se puede hacer con ese poder?
“La homosexualidad me humanizó”
El Club es un drama chileno del año 2015, dirigido por Pablo Larraín.
Protagonizado por Roberto Farias, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso, Gonzalo Valenzuela, Diego Muñoz, Catalina Pulido, Francisco Reyes, José Soza, entre otros.
El guión es de Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, y Pablo Larraín.
“Soy católico, y fui a colegios católicos, por lo que quería retratar a los curas que he encontrado a lo largo de mi vida”, dijo Pablo Larraín.
Hace 5 años, el cineasta vio una foto de una casa idílica alemana, con su impecable jardín, vistas armoniosas, y un halo de paz y felicidad a su alrededor, y descubrió con enorme sorpresa, que su propietario era un antiguo cura chileno, con un pasado de inculpaciones pedófilas que, a pesar de ello, lo disfrutaba en total impunidad.
Y hace 2 años Larraín se lanzó a un proyecto teatral, un monólogo de una hora, sobre los diferentes tipos de abusos sexuales...
La mezcla de ambas ideas, la imagen de la casa, y el texto dramático, es el embrión de El Club.
El cineasta dijo, admirarse de que La Iglesia no crea en la justicia laica, en la justicia civil, que la única manera de que uno de sus miembros purgue sus pecados, sea frente a Dios:
“Por esa excusa, se han cometido atrocidades y encubrimientos sistemáticos, pero El Club no es una denuncia”, advirtió.
Y hay que ser muy valiente para lanzarse al tema de las casas que sirven a la poderosa Iglesia, para retirar de la circulación, siguiendo su terminología, a sus miembros extraviados.
Pero aún hay que ser más inteligente aún, y sutil, para tratar este asunto con la delicadeza, la ironía, la frialdad, y la distancia con la que lo consigue Pablo Larraín.
El Club trata los temas más peliagudos que se puedan imaginar, relacionados con La Iglesia Católica, y lo hace siempre de frente, exponiendo aspectos de lo más turbios, en la cara del espectador.  
Como resultado, El Club fue seleccionado para representar a Chile en la competición por Los Premios Óscar; y se convirtió en la 2ª cinta chilena, en ser nominada a un Globo de Oro, en la categoría de mejor película en lengua no inglesa.
Filmado en apenas 1 mes y medio en La Boca, Comuna de Navidad, Sexta Región, en Chile, El Club es un drama centrado en un grupo de sacerdotes católicos criminales, a quienes la iglesia esconde en una casa de un remoto pueblo, bajo la atenta mirada de una mujer que los cuida:
La madre Mónica (Antonia Zegers)
Los 4 sacerdotes son:
Padre Vidal (Alfredo Castro), Padre Ortega (Alejandro Goic), Padre Ramírez (Alejandro Sieveking), y Padre Silva (Jaime Vadell)
Ellos viven en una pequeña casa de un pueblo costero; y todos ellos cometieron actos censurables, conviviendo en este retirado hogar, castigados por las autoridades eclesiásticas.
Uno, está retenido por denuncias de pedofilia; otro por contrabando de recién nacidos; otro por cómplice de la dictadura; y el último, devastado por la demencia senil, ya ni siquiera recuerda el cómo, el cuándo, el dónde…
La mujer, es una monja, que se define a sí misma como carcelera, viven en recogimiento, con una rutina de monasterio; y la casa sirve de escondite para sacerdotes pecadores.
Oran, cantan, y pueden salir en la mañana y en la noche, pero sin compañía.
También tienen sus pequeños placeres:
Beben, fuman, y tienen un perro galgo, “el único que es mencionado en La Biblia”, que participa en las carreras del pueblo.
Todos consiguen establecer una rutina, entrenando a un galgo de carreras, hasta que un día llega un 5º sacerdote.
Se trata de un pedófilo, que les recuerda las desgracias de sus vidas pasadas.
La frágil estabilidad que se había conseguido crear, va a romperse rápidamente.
La llegada del Padre Lazcano (José Soza), vendría a ser el primer integrante nuevo en muchos años, pero no alcanza ni a ambientarse, cuando Sandokan (Roberto Farías) llega a pararse frente a la puerta, a cantar y gritar la letanía de los abusos infligidos durante su infancia por el padrecito.
Por lo que Lazcano se suicida.
Ese acontecimiento, provocará la llegada de un 6º sacerdote, Padre García (Marcelo Alonso), que tiene como objetivo, investigar lo que sucedió.
El Padre García es presentado como un “un hombre muy hermoso”, que cree en una Iglesia nueva, y ha investigado a los penitentes, con la intención de cerrar la casa; y los interroga uno a uno, para aclarar lo sucedido.
Pero la madre Mónica le lanza una advertencia última, ante el peligro inminente de que cierren la casa:
“Si eso sucede, contará todo a la televisión”
Y es que los confinados están acostumbrados a ganar.
Es por esta razón, que la visita del Padre García, y la llegada de Sandokan, los hace adentrarse en una carrera, donde todo vale con el fin de quedarse con las comodidades y privilegios que gozan en la casa, aunque eso les cueste lo que les queda de alma.
El Club, es una película incómoda de ver, ya que en realidad, no simpatizarás por ninguno de los personajes, aquí más bien, cuestionarás el sentido de justicia, en estos personajes que fueron basados en historias reales, pero con la esperanza de que te des cuenta del lado oscuro donde se supone que debe existir luz permanente; por tanto en esta historia, no hay castigo, no hay redención, ni mucho menos salvación.
Es de esas películas, que hacen que el espectador salga en silencio de la sala…
Una obra maestra por donde se mire.
“Y vio Dios que la luz era buena, y separó a la luz de las tinieblas”
No se recuerda una película que trate temas tan delicados hoy en día, como son los delitos que cometen algunos curas.
No ya, una película cuyo último fin sea la denuncia social de tales despreciables actos, sino un film que estudie el comportamiento y los sentimientos de culpabilidad, si es que los tienen, de los responsables.
El Club es dura y áspera, destila necesaria mala vibra, inteligencia, sarcasmo, claustrofobia, y violencia interna.
Te remueve lo que ves, lo que escuchas, y lo que imaginas; es desagradable, perturbadora, terrorífica, y hostil.
Es un retrato preciso, de un grupo de hombres soberbios, que de alguna u otra forma, abusaron del poder, que algún día se les dio a través de La Iglesia.
La primera imagen, de tono sombrío y lúgubre, es la primera en darnos la bienvenida al comienzo de la experiencia.
La cuidada fotografía, da un toque intencionadamente sucio a la trama, potenciado por ese aspecto grumoso y difuso, que la dotan de la sordidez que hace de nuestro primer contacto con ella, algo extraño.
Y Larraín no tardará en exprimir la fuerza de lo visual, con el horror a veces sugerido, de algunas de sus imágenes.
Una vez retirados de mundanal ruido, en una primera parte, El Club nos muestra a qué dedican su tiempo libre, la total pérdida con la realidad, y el relajamiento de sus costumbres, puertas adentro.
Si la primera mitad es fuerte, la segunda, cuando los inquilinos ven tambalear su refugio terrenal, ahí se sueltan la melena, y no respetarán límite alguno para conservar su refugio.
Aparece la clave policiaca, que aporta un fascinante proceso de investigación, a la vez que el impredecible conflicto en marcha, este ido Sandokan, se tambalea ante todos los ojos.
No hay trampa, sólo determinación y honestidad con el bagaje de cada protagonista.
Por sus hechos los conocerás...
El corolario de curitas, abarca todo el espectro de los pecadores en la dictadura de Augusto Pinochet, y el silencio de la iglesia, de cada uno de sus miembros:
Primero está el sacerdote que está condenado por abusos, Padre Vidal.
Autonombrado como el “rey de la represión”, el personaje de Alfredo Castro está, aparentemente, pagando sus relaciones homosexuales con jóvenes.
Simbolizando la avaricia, es propietario de Rayo, un galgo que hacen competir en el pueblo, con miras de asistir al torneo regional.
También, está el sacerdote que dio en adopción niños, haciéndolos pasar por muertos, Padre Ortega.
Sin reproche moral alguno, ve incluso virtud en sus actos, pues permitió que en las poblaciones se encuentren niños rubios, y el barrio alto, niños morenos.
Dentro del abanico de historias, está el sacerdote cómplice de los crímenes de la dictadura, Padre Silva.
Un hombre acostumbrado a la comodidad, que renunció a los principios más básicos, por mantener su estatus y beneficios como sacerdote castrense.
Finalmente, el cuarto integrante, es un misterio.
Representando un sacerdote entrado en edad, Padre Ramírez, es el cura que nadie sabe por qué está ahí.
Incapaz de comunicarse, y siendo asistido constantemente, es una constante presencia tenebrosa:
¿Qué habrá hecho para estar ahí tanto tiempo?
El clérigo con Alzheimer, de quien no se conocen sus actos viles, pero que podemos intuir incluso peores al de sus correligionarios, suma enormemente desmigando, la mentira ante el psicólogo investigador.
El círculo lo cierra la psicótica Madre Mónica, la monja encargada del cuidado y organización de la casa, o como ella prefiera llamar, “carcelera”
Con un pasado oculto con un niño que trajo en adopción desde el África, la tiene pagando más culpas consigo misma, que por crímenes cometidos contra otros.
Enigmática, con esa voz y esa sonrisa que te hiela el alma… al final, es el personaje que más miedo da.
Un elemento común entre los 5 integrantes de esta especie de macabro “reality show”, es ser condenados silenciosos, aquellos que nadie conoce, cuyos crímenes, si los hubiese en todos los casos, nunca salieron a la luz pública, y que caminan impunes por otros pueblos, gracias a la política de traslados e impunidad de la Iglesia.
Una dinámica eterna, los tiene abstraídos de la realidad:
Despiertan, rezan, celebran la misa, y duermen…
Una condena, valga la redundancia, a condenarse eternamente, pero que ha perdido todo sentido.
Por este motivo, un joven sacerdote y psicólogo jesuita, El Padre García, se integra al hogar.
Está encargado por La Iglesia, de cerrar aquellos centros que a su juicio estén de más, y para ello, se vuelve fundamental saber, si los sacerdotes de “la casa amarilla”, color muy asociado al Vaticano, saben por qué están ahí.
Una lucha interna de poder, de congregaciones, pero en especial, sobre la verdad, se instalará en la casa con la llegada de este sacerdote/fiscal.
En la casa no hay sotanas, hay apenas símbolos religiosos, nada es explícito, no sabemos casi nada de esas personas que purgan sus pecados en esa casa solitaria, y que pasan las horas rezando y adiestrando a un perro de carreras.
No sabemos los antecedentes de cada uno, ni sus porqués, pero o precisamente por eso, nos sobrecoge lo que se nos muestra; y lo hace en un lenguaje directo y transgresor; quiere inquietar, incomodar, y al hacerlo, quiere que su mensaje llegue fuerte y claro.
Un ejemplo de ello, es que no hay una sola toma de abuso homosexual de menores, pero los diálogos, descriptivos y explícitos, impactan con una fuerza que supera el efecto de las imágenes...
Si un argumento tal no es suficiente, el director chileno consigue a través de sus decisiones formales, crear no solo una historia, sino un concepto metafórico.
Así, el aura de El Club, se tiñe de apagados colores azulados y grisáceos, una penumbra que recorre las escenas de forma transversal, y que inunda los rincones de la localidad.
Y va más allá:
Los personajes protagonistas, los curitas condenados a la penitencia, se muestran con un toque difuminado en sus figuras, por momentos incluso oscurecidos a causa de un plano a contraluz, como si la cinematografía nos intentase expresar lo maldecidos que están en busca de un Dios redentor.
Además, la utilización reiterada de planos frontales durante las conversaciones entre actores, da un aire de interrogatorio policial, o lo que es lo mismo, de presunta, y en algunos casos, comprobada culpabilidad, hasta inquisidora.
Técnicamente, sus planos en gran angular de los curas hablando de su pasado, como si fuese el espectador el propio confesor, son de helar la sangre, y minutos después, su brillante pluma sabe dosificar una suficiente dosis de sonrisas, en perfecto equilibrio.
Un minimalismo óptimo, y un ritmo inteligente, aportarán presión a la obra de forma gradual, hasta que todo cobre un sentido tan evidente, que dejará boquiabiertos a los más escépticos.
El desenfoque, el desteñido, el apagado de la imagen, se torna en un arma tan potente e inesperada, como la más sencillas de las piedras que puedan ser lanzadas con un hombre diestro en la honda; un rústico ariete de madera que rompe con la ansiada belleza de la pulcra estética.
Qué bella y cuidada es la dirección de arte de El Club, al igual que la música y el montaje.
Acá todo fluye, creando armonía, donde cada pieza es de vital importancia para el resultado final.
Como dato, el cineasta utilizó lentes anamórficas rusas de los años 60's, como los que utilizaba Andrei Tarkovsky.
“Eso da a la imagen, un aspecto brumoso, a veces ligeramente borroso”, reconoció.
El desenfoque de la imagen, la niebla interior que envuelve a esos sacerdotes dentro de la casa, son reflejo de una personalidad difusa, enferma, y desenfocada.
Poderosamente maligna y perversamente planificadora, no admiten ninguna solución, ni ninguna perturbación en su “status quo”
Por eso, cualquier recuerdo del pasado, es una amenaza a erradicar...
Las mentiras, los secretos, los diálogos razonados a favor de perversidades o no, estarán sostenidos con absoluta organicidad por parte de los intérpretes, gracias a su detallada actuación y composición del personaje.
Así, con sonrisas, tonos, gestos, miradas, y demás recursos, lograrán crear auténticos seguidores ciegos de La Fe Católica, haciendo que la obra se torne toda vía más dura.
Pero la luz suave del filme, tiene el efecto contrario, por lo que a las separaciones respecta:
Difumina los contrastes, e integra las figuras a lo que las rodea, haciendo borrosos los contornos.
Ese efecto se conjuga con el constante uso del contraluz, que puede hacer del personaje, una silueta para expresar visualmente su oscuridad.
Los consecuentes destellos, distorsionan la visión, lo cual se logra también mediante la deformación óptica.
El clímax de la historia, ocurre de noche, con una iluminación que llega a ser como la de los filmes de terror, con contrapicados que crean sombras siniestras en los rostros.
En síntesis, si el epígrafe se refiere al despuntar de la luz en el origen del mundo, podría decirse que El Club está entre el ocaso del bien, y el retorno de las tinieblas.
La división entre el bien y el mal, en cambio, parece estar claramente marcada en el sonido.
Por un lado, está la luminosa música de Arvo Pärt, inspirada en las campanadas de las iglesias; por el otro, la perturbadora procacidad de Sandokan, el hombre contra el que cometió abusos cuando era niño, el sacerdote suicida recién llegado, y que describe detalladamente los actos sexuales, incluso a viva voz, en la calle, frente a la casa de los curas.
Pero el llamado del cielo, es extradiegético, ajeno al mundo en el que se desarrolla la historia.
A los personajes, en cambio, los persiguen los gritos que surgen de una parte escondida de la naturaleza humana.
En El Club, se puede encontrar una pirámide social con una cúpula de unos cuantos ricos indiferentes; más abajo, una sociedad cerrada, como los integrantes de la casa de retiro, donde irrumpe un nuevo orden, y se da la lucha de poder.
Debajo, sufren las clases medias deterioradas por el pecado moral, aunque aceptado, las víctimas; y en el subsuelo se deja de lado a los últimos en la cadena alimenticia, los más pobres, los galgos.
En ese mundo, conviven todos los niveles de la sociedad que cumplen una función los unos con los otros:
Juzgarse.
El valor real de El Club, es el retrato de una exclusión mucho más dañina que solo apartar:
El olvido.
Como dice el propio Larraín, hay un sector de La Iglesia, que practica una vida ejemplar en los valores, y otros que son condenados y enjuiciados por abusar del poder eclesiástico.
Sin embargo, hay un sector que es simplemente olvidado.
Ese olvido, es una forma efectiva de ponerlos al margen, y de garantizar su no retorno.
Y es mejor si se mantienen ahí, porque los clubes o instituciones sociales, en este caso, la Iglesia, prefieren el juicio eterno, porque parece que se contaminan más si absuelven y reincorporan a algunos considerados “pecadores”
Con personajes duros, oscuros, harto complicados de interpretar, y más aún de definir, sin caer en los tópicos.
Las actuaciones son brillantes, y todos están perfectos, totalmente medidos, interpretando a estos sacerdotes, cuyo pasado los condena, pero no los persigue.
Si hasta pareciera que están de vacaciones, en vez de estar viviendo el castigo de “penitencia” que impone la justicia católica.
En términos de elenco, probablemente los únicos que desafinan, son el trio de surfistas, que resultan forzados al interior de esta bien ejecutada construcción.
¡Pero cuidado!
Aquí no hay inocentes, todos son violentos en alguna medida, y en este sentido, se justifica la existencia de una breve historia paralela de unos surfistas, que representan el mundo que esperamos.
El Club, también es cine hecho metáfora, para enseñarnos a unos personajes que viven sumidos en las sombras de la inmoralidad, del rechazo social, y que permanecen impunes y escondidos, para salvaguardar la reputación de los altos mandos católicos.
Estos 4 sacerdotes, apartados de sus parroquias por decisión superior, representan “cuatro de los jinetes del apocalipsis” a los que la jerarquía católica no ha querido enfrentarse públicamente, ni erradicar para no desvelar sus miserias, sus vergüenzas, sus crímenes, sus delitos no purgados ante la justicia humana, colocándose así, en un doble ámbito de superioridad, la impunidad de ocultar, y ocultarse, creando bolsas de delincuentes desconocidos, y la de decidir cómo, cuándo, y por qué castiga o no sus faltas.
En ese retiro forzado por la jerarquía, ninguno de los 4 sacerdotes se siente culpable de nada:
Traficar con niños, ser homosexual, pederasta, criminal cooperador de la dictadura, no significa nada para ellos, no hay nada de qué responder, ya sea ante los hombres, o ante su convicción religiosa.
Es cierto, la homosexualidad sería el único de los asuntos que merecería no estar en esa casa, al menos desde el punto de vista no clerical, lo que ocurre es que Larraín, hará progresar a ese personaje, para equipararle al resto, para que no corramos el riesgo de pensar que ser homosexual, merece un castigo, planteamiento que permite a Larraín, no estigmatizar lo que no lo merece, sino por el comportamiento del propio sacerdote, alejando su maldad de sus afinidades sexuales.
El sacerdote que actúa como “exorcista”, camina entre las 2 aguas de hacer lo correcto, y perjudicar la imagen ya deteriorada de la iglesia; o buscar un castigo que, sin revelar el mal a la sociedad, limpie la conciencia interna de la institución, ante su ceguera con los crímenes de los suyos; y al tiempo, les coloque ante una verdadera penitencia, y el reconocimiento, al menos, de sus pecados.
La llegada de un 5º sacerdote, que se resuelve en una intensa escena de un par de minutos, en la que se reúnen todos los horrores de esa casa, y la posterior decisión de la jerarquía, de colocar en la casa, a un enviado vaticano, para ahondar en la mentalidad de estos perturbados moradores de la casa, y decidir si ésta se cierra, y los sacerdotes son entregados a la justicia humana, o se decide otro tipo de solución… convulsiona a estos sacerdotes violentos, prepotentes, arrogantes, pendencieros, colocándoles en el punto de perder el control, al percibir la amenaza del castigo, eliminar el juego, las apuestas, la bebida, de la casa es un preámbulo de lo que se puede avecinar…
Así sucede la metáfora.
Pablo Larraín, como excelente creador de imágenes inolvidables, abre su película con todo un resumen de la situación de sus personajes:
Un galgo persiguiendo a su presa, hora tras hora, día tras día, entrenado por uno de los curas, que le hace perseguir lo que más desea:
Devorar a su víctima, y que nunca le dejará acercarse a ella.
Y el perro correrá y correrá, cada día más veloz, y con más ganas, porque lo que más está sólo a un palmo de su hocico, y su frustración, se duplica cada día.
Sobre el galgo, cuenta Larraín:
“Por un lado está el nivel narrativo:
Los curas, en vez de realizar penitencia, se dedican a pasearle y entrenarle, algo que personalmente me irrita.
Y su faceta simbólica:
“El galgo es el único perro que se nombra en La Biblia”
Acerca de su destino, solo quiero contar, que investigué en YouTube sobre las matanzas de galgos que se realizan cada año en España”
Por otro lado, el personaje de Sandokan, es increíble, perturbador, es el hijo bastardo de una iglesia que lo acogió, para luego destruirlo, y volver a abandonarlo.
Para él no hay vuelta atrás, no hay consuelo, no hay justicia.
Sólo queda gritar, sacar la rabia a todo volumen, esperando así, encontrar un poco de paz.
Es por eso que a un desarrollo tan intenso, tan perturbador, tan desenfocadamente dañino en la mente de todos los ocupantes, le siga un final, un colofón de gran altura, un final de pérdida para todos, un final en consonancia con la existencia de la misma casa, y que coloca a cada uno en un sitio molesto y vergonzante.
Sin embargo no queda clara la escena en que el cura enviado por La Iglesia, consuela a Sandokan, cuando este le cuenta todo lo que ha padecido.
Es una muestra de amor/deseo homosexual reprimido o, por el contrario, éste sólo muestra compasión y empatía por todo lo que ha padecido el joven…
Tampoco entiendo la reacción de este cura, cuando están apaleando a Sandokan, sin tan siquiera alzar la voz para evitar que lo maten, sobre todo, si se ha sentido atraído por él, como parece dar a entender la escena en la que se acarician el pelo y las manos, mientras Sandokan le cuanta sus desgracias...
Sobre el suicidio cometido por El Padre Lazcano, lo más inquietante, en la medida que esos crímenes no “existieron”, nadie parece darse por aludido a la hora de refregar alguna culpabilidad.
Ningún vecino sale, o se atreve a salir, a ver el cadáver de suicida Lazcano, botado en plena entrada de la casa; y los únicos sujetos que circulan a la luz del día, están vacacionando, pescando, o apostando todo a los galgos…
Para estos efectos, los curitas escondidos en La Boca de Navidad, muy bien escogido el lugar, otra metáfora, son otra “pandilla” más a la que hay que derrotar en las carreras, un engranaje más de este sistema que se autorregula, mientras que Sandokan es el extraño, el sujeto peligroso que atornilla al revés, y que viene a remover un pasado del que él mismo alguna vez se sintió parte, y que ahora, en el corazón de su locura, no tiene más remedio que evocar como acusador, pero también como huérfano.
Otra metáfora, es el inicio mismo, y lo vuelvo a señalar:
Se ve al Padre Vidal, entrenando al galgo, haciendo un círculo en la arena, esa es la clave de El Club que encierra una reflexión bíblica.
“Y vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas”
Lo primero que vemos, es la imagen de un círculo.
La luz y las tinieblas, son una misma idea asociada a un círculo, esa es el alma de El Club”, explicó Larraín.
La costumbre de la impunidad, y la falta de reconocimiento de las culpas, es y al parecer será, una constante en Iglesia.
García, el cura “buen elemento”, el que quiere cambiar La Iglesia, termina rindiéndose.
Incapaz de obtener algo bueno de estos hombres de forma voluntaria, decide hacer lo totalmente contrario a lo que indica la frase inicial del Génesis 1:4.
Con 2 caminos posibles, el jesuita decide que se continúe en el oscuro.
Pero un oscuro a medias, donde deberán amar a quien más daño le ha hecho.
Algo de luz hay en la opción de García, pues por primera vez, en mucho tiempo, y aunque nadie sepa, en esa casa amarilla, de ahora en adelante, La Iglesia, representada en esos 4 sacerdotes, se pondrá al servicio de las víctimas:
Sandokan.
Pero por siempre deberán convivir con su lado, que refleja las tinieblas, al menos hasta que decidan separarlo voluntariamente de sí mismos.
Pero corramos aún más el tupido velo:
Es la madre Antonia, y El Padre García, el inquisidor, quienes organizan la matanza de perros, y el consiguiente linchamiento de Sandokan.
En su loca hipocresía, la del inquisidor, Sandokan es como un Cristo.
Si muere en el linchamiento, no pasa nada... será por el bien de toda La Iglesia.
Y si no muere, como de hecho ocurre, le acogerán como El Salvador que es.
Por eso, el joven y vendido cura, en una parodia de la puta Magdalena de Los Evangelios, le lava y le besa los pies... y luego se lo impone, como penitencia perpetua, a los otros curas, y a la misma monja.
A cambio, les deja el “status quo”, al que se han acostumbrado, pero se lleva su silencio, que es lo que La Iglesia le ha mandado a buscar; porque en ese lugar nadie es bueno.
Ni los surfistas, que representan el narcisista y violento mundo exterior.
Ni los adiestradores de galgos, que en un santiamén, y sin pensarlo 2 veces, montan un linchamiento.
Ni la monja/carcelera, que también víctima del rol servil que tradicionalmente otorga La Iglesia machista a la mujer.
Así las cosas, los únicos seres nobles en toda la película, son los perros.
Y al final, lo que bien podría ser una reflexión sobre cosas como la fe, la redención y otros temas más o menos divinos, y por el estilo, termina reducido a una mera cuestión de caridad para con el prójimo, cristiana o no, y al que lejos de incomodar, se le ofrece una especie de donativo con el que limpiar su conciencia.
En definitiva, el mayor acierto de El Club, es su capacidad para incomodar, no solo a los que se puedan sentir partícipes o compañeros de estos personajes, sino también a cualquier persona que alcance a asimilar la auténtica gravedad de lo aquí reseñado.
Pero también El Club no es un panfleto, o una película que busque la polémica, y eso se ve en el personaje de Sandokan:
Acá hay sólo un espejo dejando de manifiesto lo peor de nosotros, de lo que podemos llegar a ser.
De hecho, creo que uno de los puntos fuertes, es su profunda ironía, al tratar un tema tan complejo como son los casos de abusos dentro de La Iglesia, y cómo ésta se encarga de esconderlos, para que no salgan a la luz pública.
Por ello, Larraín relata que no quería “mostrar el pecado de la homosexualidad en especial.
Me parece un tema interesante, poderoso, y la sexualidad es el gran complejo de La Iglesia.
En un momento dado, un cura pederasta dice al investigador:
“La homosexualidad me humanizó.
Porque es una sexualidad que no tiene que ver con la reproducción, como la heterosexual, sino exclusivamente con el amor”
Con eso queda claro”, dijo el realizador.
Y explicó que él mismo es de “formación católica”
“En los colegios, conocí a varios colectivos de sacerdotes:
Unos santos, otros delincuentes en mitad de procesos judiciales, y unos terceros que nadie sabe dónde están, porque La Iglesia Católica los esconde.
Por ahí siguió su discurso:
A mí me fascina que La Iglesia no crea en la justicia civil, y que solo Dios pueda juzgar sus pecados.
Pero no quiero hacer una película ni un discurso de denuncia.
Me parece curioso, que hoy en día, La Iglesia solo tenga un miedo, y que sean los medios de comunicación.
Que el portavoz del nuncio sea más famoso, a veces que el mismo Papa, quiere decir algo.
A los miembros de la curia les importa más lo que se dice de ellos, que lo que ellos mismos hacen”, explicó.
Y en El Club, Larraín no se mete en juicios morales, no nos da un discurso de ningún tipo, simplemente expone.
Y lo que nos enseña, es un infierno con vistas al mar.
El director, no espera que haya protestas eclesiásticas:
“Lo que harán será no hablar de esto:
Nos daría publicidad.
Este Papa tiene una oportunidad única en la historia para cambiar el drama de miles de víctimas de sacerdotes pederastas, porque los 3 anteriores han sido unos encubridores”
El Club, le significó al director, ganarse El Premio Oso de Plata en El Festival de Berlín.
Ya se sabía, además, que la mano venía dura...
La polémica por la foto del Cardenal Errázuriz, viajando en primera clase con El Oso de Plata en sus manos, generó un ambiente de tensión y expectativas como nunca se había visto, y que llevó a Larraín, incluso a moderar su campaña, si podemos hablar de “campaña”, pues en verdad, la foto responde a un encuentro casual que muchos llamarían “diosidencia”
Obviamente, la reacción de La Iglesia fue:
No hay comentarios... pero seguro que también la han visto.
Otro dato interesante, es que en El club, no se relata cómo usaron su poder las autoridades eclesiásticas, para proteger de la justicia penal, a los sacerdotes que cometieron esos delitos.
Para mí, no es solamente una desgarrada crítica contra La Iglesia, sino contra el ser humano y su naturaleza, contra las miserias que anidan en el interior de los hombres.
Para ir concluyendo, le podemos achacar, muy desafortunadamente, que El Club cuenta con un apartado sonoro bastante difícil.
Hay momentos, no sabría decir si por el idioma original chileno, por la dialéctica de algunos personajes determinados, o por posible deficiencia en la calidad sonora, que no se hubieran echado de menos algunos subtítulos, para no perderse detalle de las conversaciones.
Así mismo, algunos podrán apreciar defectos en la imagen que, si bien llega hasta jugar un papel a favor en el desarrollo total de la trama, también puede resultar un incordio para los más exigentes.
Sobre la banda sonora, con canciones religiosas, típicas de misa, que cantan los protagonistas, resultan en esa atmósfera amenazante y lúgubre.
Todo un acierto su uso.
Nunca había sonado el canto religioso “¡Perdón, oh Dios mío!” de forma tan perturbadora.
Toda la banda sonora es un réquiem de muertos que no se levantarán.
“Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como miembro a alguien como yo”
Pocas cosas me dan más miedo, que aquellas personas que confiesan alguna brutalidad, con el firme convencimiento de que están haciendo lo que tienen que hacer, de que Dios, o quien sea, les puso ahí precisamente para eso.
Hay razones para justificar cualquier hecho, cualquier crimen, dicen.
Cada quién busca su propia moral, dentro del abanico de opciones que nubla los conceptos del bien y el mal, para relajar su conciencia, y poder vivir consigo mismo.
Y la religión ha sido sin duda, la justificación perfecta a lo largo y ancho de la historia de la humanidad.
La Iglesia Católica, la misma que varias veces ha sido objeto de varios escándalos por dar protección a varios curas que habían realizado prácticas indecentes, siempre por la salvación y la buena imagen de un bien mayor, claro, de la idea de la iglesia en sí.
¿Cuántas atrocidades se cometen en nombre de la religión... todavía?

“Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros (bis)
Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo danos la paz, danos la paz”



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