St. Vincent

“A saint is a human being we celebrate for the sacrifices they make, for their commitment to making the world a better place”

Por no ser santo de la devoción de alguien, entiende el vulgo, que una persona no es de nuestro agrado.
El término “santo” se traduce como “diferenciado” o “distinguido” según el pensamiento contemporáneo hebreo; a aquellos destacados en las diversas tradiciones religiosas, por sus atribuidas relaciones especiales con las divinidades, o por una particular elevación ética; este segundo sentido, se preserva en tradiciones espirituales, no necesariamente teístas.
La influencia de un santo, supera el ámbito de su religión, cuando la aceptación de su moralidad, adquiere componentes universales, por ejemplo:
El caso de La Madre Teresa de Calcuta, o de Mahatma Gandhi, y, en general, al menos hasta cierto punto, de todos los fundadores de las grandes religiones.
Por tanto, la santidad consiste, en una disposición del corazón, que nos hace humildes.
El Papa Benedicto XVI ha explicado, que la santidad “no consiste en realizar acciones extraordinarias”; no es algo reservado a algunas almas escogidas; y todos, sin excepción, estamos llamados a la santidad.
La santidad consiste pues, en vivir con convicción, la realidad del amor, a pesar de las dificultades de la historia, y de la propia vida.
El Sermón de La Montaña, es la única escuela para ser santos.
Es pues que, hay películas que no necesitan lucir espectacularidad, ahogarse en batallas épicas, o en diálogos intrincados para brillar.
Películas que con su ternura y su optimismo, son capaces de dibujar sonrisas, y hacerse un hueco en el corazón.
No cabe duda que, como hemos descrito en anteriores reseñas, los anti héroes, esos seres apáticos, carentes de carisma, buenos modales, y que no le rinden cuentas a nadie, consiguen pese a todos sus bemoles, atraernos hacia su peculiar estilo de vida.
La vida es pues, un encuentro continuo de saberes y aprendizajes, en los que adultos y niños se ven soportados por las ironías.
A veces, la magia del cine consiste en arrastrarnos a un mundo utópico, en el que todo el mundo tiene derecho a la redención, y a las segundas oportunidades.
“He don't like people.
People don't like him.
Except you, why you like him?”
St. Vincent es una comedia del año 2014, escrita y dirigida por Theodore Melfi.
Protagonizada por Bill Murray, Melissa McCarthy, Naomi Watts, Jaeden Lieberher, Chris O'Dowd, Terrence Howard, Selenis Leyva, Katharina Damm, Nate Corddry, Scott Adsit, Kimberly Quinn, Lenny Venito, Greta Lee, Alyssa Ruland, Parker Fong, entre otros.
Theodore Melfi, con su ópera prima St. Vincent, se suscribe en un ejercicio con marcado carácter autobiográfico, de comedia dramática, que devuelve a la gran pantalla, uno de sus arquetipos más apreciados, el del gruñón con corazón.
No es que invente la rueda, pero propone una construcción mucho más potente que la mayoría de sus hermanas temáticas, dentro del subgénero “me-reencuentro-conmigo-mismo-y-los-demás”
Aquí tenemos niños, prostitutas embarazadas, cochinería, armonía polireligiosa, educación paralela en barras de bar, apuestas… todo bien calibrado, y extraordinariamente humano.
Y, por ello, muy complicado de llevar a cabo.
La filmación se llevó a cabo en Brooklyn, y en el Belmont Park en Elmont, Long Island, New York, EEUU.
La trama sigue a Maggie Bronstein (Melissa McCarthy), una madre separada, que se muda a Brooklyn con su hijo de 12 años, llamado Oliver (Jaeden Lieberher)
Al tener que trabajar muchas horas en un hospital, no le queda más opción, que dejar a Oliver, al cargo de su nuevo vecino, Vincent MacKenna (Bill Murray), un jubilado cascarrabias, aficionado al alcohol, y a las apuestas.
Pronto, una peculiar amistad florece entre esta improbable pareja de adulto y niño.
Junto a una stripper embarazada, llamada Daka Paramova (Naomi Watts), Vincent conduce a Oliver, por todas las paradas que conforman su rutina diaria:
Las carreras de caballos, el club de striptease, y su bar habitual.
Pero mientras Vincent cree que ayuda a Oliver a hacerse un hombre, Oliver comienza a ver en Vincent, algo que nadie más ve:
Un hombre incomprendido, de buen corazón.
St. Vincent incluye, como propina, una subtrama muy hermosa, la que muestra a Vin, visitando a Sandy (Donna Mitchell), su esposa con Alzheimer, en una residencia.
Así las cosas, St. Vincent logra ser políticamente correcta, desde lo políticamente incorrecto, que es llevar a un niño, a apostar en carreras de caballos, o a la barra de un bar, o encumbrar en el papel secundario, a lo que llaman “Dama de La Noche” embarazada, y con un vocabulario que dista de la corrección.
St. Vincent es de esa clase de pequeñas joyas cinematográficas, que bajo su apariencia irónica y socarrona, confía de forma sincera, en la bondad del ser humano, y consigue alegrarte el día; siendo un gran relato sobre la humanidad, la soledad, y la vida que hoy, de alguna manera, la que todos vamos casi llevando de la misma forma.
“It means, you hit zero.
Here's zero.
You went below zero”
El director, Theodore Melfi, acoge en el seno de su imaginación, un personaje que, en sus actos y decisiones, esconde esa pérdida de ideales y valores en apariencia, para desgranar con el paso del metraje, el verdadero fondo que se esconde tras esa coraza de cinismo y crueldad para con el prójimo.
Un personaje que bebe de tantos otros en la industria del cine, y que recuerda a títulos recientes.
Asumida pues, esa falta de originalidad en la puesta en escena, y en la base del relato, Melfi apuesta por la naturalidad como estilo, y se encomienda al trabajo de sus actores.
Con un ritmo ágil, que no aburre en ningún momento, Melfi encuentra detrás de la broma, tragedias personales, que trata con ternura y respeto, porque confía en la bondad de sus personajes.
A través del concepto católico de la santidad, aunque sin profundizar en él, y es de agradecer, inclusive la parodia, confía en que el ser humano, a menudo, con más defectos que virtudes, puede marcar una diferencia a través de gestos cotidianos, y que incluso, el gruñón del barrio, confinado en las paredes de su casa, puede ser el protagonista de su propia historia.
Porque en películas como St. Vincent, no hay lugar para la maldad.
Hasta el ser más execrable, esconde un motivo que justifica su odio hacia el universo.
Y desde el primer minuto del metraje, sabemos que de un ser abominable como el que protagoniza Bill Murray, terminaremos extrayendo las mejores intenciones.
La historia es muy simple:
Vecino cascarrabias; madre e hijo que se trasladan a una nueva ciudad; encontronazo inicial, accidente casual, contacto vecino-niño; vecino que necesita dinero, y se transforma en “babysitter” de Oliver, comenzando el camino de educación, asumiendo el rol de ese padre que no existe, y que ha de enseñar las “cosas importantes”:
Cómo comportarse en un bar, cómo cortar el césped, cómo dirigirse a una mujer, cómo saber pelear en el colegio… no hace falta contar más, St. Vincent y su trama, son muy sencillas, es el envoltorio y las situaciones, las que te hacen disfrutar de lo que ves, y olvidar que todo es un camino trillado, hacia un final inevitablemente “feliz”, pero:
¿No sería más feliz Vincent, cuando su puerta estaba permanentemente cerrada, y no necesitaba que nadie le ordenara su casa, y su vida?
¿No echará de menos Vincent, cantar a Bob Dylan, fumando, cuando y donde le dé la gana, en vez de en ese patio polvoriento de su casa abandonada al paso del tiempo?
Tenemos aquí, 4 personajes célebres por su propia cuenta:
El viejo huraño, la prostituta, la madre soltera, y el hijo.
Todos son muy independientes, pero todos resultan ser un patrimonio de nuestro tiempo.
Quedémonos solo con el niño; interpretado maravillosamente por Jaeden Lieberher.
Oliver es un niño muy nuestro, pues representa una gran generación sin padre, sin rol masculino, sin aprendizajes de ningún tipo, o más bien, con el aprendizaje dulzón, al que se ve condenado por ser hijo de esta época, y de una madre soltera y ausente.
Las implicaciones sociales de este vacío, son nefastas para el porvenir de una sociedad.
Así que aquí no tenemos simplemente una película, tenemos un drama de formación, una noción social, de lo que implica hoy en día, crecer y hacerse a una personalidad, y a un carácter.
¿Y a quién recurrir?
Vincent es un jubilado, de vuelta de todo, antipático y solitario, hasta que acoge al hijo de una vecina, al que enseña a ganar dinero fácil, apostando a los caballos, y a pelear para arreglar los problemas; y entonces, se descubre que no, que el tipo es un “Santo” porque además de sus dotes educacionales, fue un soldado condecorado en La Guerra de Vietnam, por salvar a unos camaradas, ojo que de matar no dicen nada… y de tener a su esposa enferma de Alzheimer en una clínica privada carísima, que no sabe cómo pagarla, ojo que no se habla de su infidelidad con “La Dama de La Noche”… así pues, todo tiene su blanco y su negro en la historia, como en la vida misma, y aquí no hay miramiento por encima del hombro, ni castigo por los malos actos.
¿Y quién argumenta todo esto?
Pues un niño de 12 años, que estudia en un colegio de curas, cuyo tutor le ha encargado como trabajo de fin de curso, encontrar un moderno ejemplo de “santidad”, un tutor por cierto, deja caer la bomba de los privilegiado que es “ser católico”
Y es que Vin es un viejo cascarrabias, que no quiere contacto con más seres, que su gato y una prostituta; es tacaño, borracho, y jugador.
Su cuenta bancaria está en números rojos, bajo cero, por el mantenimiento de su esposa en la clínica y la espera de una hija.
Debe dinero a unos corredores de apuestas, y no puede saldar su cuenta con el banco.
Vincent no vive; sobrevive, y malvive.
No aprende, y empeora con el tiempo.
Pero eso no quiere decir, que no pueda ser el héroe personal de alguien, de un pequeño vecino, del que tendrá que hacerse cargo, a cambio de $11 la hora, mientras su madre se mata trabajando.
Eso hace que a simple vista, St. Vincent sea producida, por y para Bill Murray; y ese es su gran acierto.
Sin Murray, St. Vincent podría haberse convertido en un cuento sentimental, sin mucho más recorrido; pero el actor logra extraer la esencia de su personaje, y sin extravagancias, es naturalmente cómico; sin exageraciones, logrando conmover.
Es un papel hecho para que brille, y que será recordado, porque el actor supo distinguir a St. Vincent de la comedia convencional, para acercarla a la comedia agridulce, y no la dejó caer en lo facilón.
Murray acierta, deja que se le odie, y que se le quiera a partes iguales, y lleva la carga cómica con facilidad, y la dramática con soltura, como “pez en el agua”
Un excelente y divino Bill Murray, que se explaya con total libertad y confianza en su magnífica interpretación, cautivadora de deleite ininterrumpido en sus mejores capacidades escénicas, y a quien, una espléndida adosada Naomi Watts, en el papel más zafio y sorprendente de su carrera, que se lo pasa pipa jugando con su cuerpo, con su acento, y con todo lo que se le ponga por delante.
Y durante los créditos finales de St. Vincent, Bill Murray se marca su propia versión del “Shelter From The Storm” de Bob Dylan manguera en mano.
Este desenlace, define a la perfección lo que es St. Vincent, un vehículo de lucimiento para el actor, una nueva excusa para que a Murray le crezca aún más, si cabe el ego.
Pero siendo Bill Murray, se lo permitimos, y nos encanta verle en pantalla.
Regresando a Naomi Watts, con un papel tan arriesgado, que bien podría parecer que no le encajase, lo hace comedido, y muy bien planteado, sin llegar a irse demasiado al lado oscuro, como “Dama de La Noche” que es, la caracterización, la que le potencia mucho su belleza, y el acento de inmigrante que ella saca, la hace encantadora.
Con un lindo Jaeden Lieberher de gancho, para despertar de una somnolencia dañina, y revivir el mejor espíritu de solidaridad y ayuda mutua, el niño está encantador, y la interactuación con Murray es perfecta, las escenas en las que salen juntos, son las más cómicas.
Por su parte, Melissa McCarthy, acostumbrado a verla en papeles un poco estridentes, en este caso, sorprende por lo bien tratado que esta su personaje, de madre castigada por la dura vida, y esa sensación que da, de estar a punto de derrumbarse en cualquier momento, le da un encanto especial.
Una correcta Melissa McCarthy, son excusa de cortejo necesario para desplegar todo su talento, destreza, y habilidad veterana, en un papel exquisito, que ni los dioses hubieran escrito más acorde pensando en ella.
Y Chris O’Dowd, como el párroco Geraghty, maestro de religión, está sencillamente espectacular, en su utópica interpretación.
Todos los personajes, componen una galería capaz de instalarse en nuestros corazones, y remover por momentos, la humanidad que tanto necesitamos mantener viva.
Lo mejor de St. Vincent, definitivamente es Bill Murray, quien se entrega en cuerpo y alma.
Quizás no llegue a la brillantez de un Jack Nicholson, pero a su favor, cuenta con el mérito de otorgar la máxima credibilidad, a un personaje mucho más arquetípico, que roza, e incluso traspasa por momentos, lo caricaturesco.
Si existe un manual del perfecto antihéroe de ficción, Vincent lo cumple a rajatabla.
Y el niño como “antagonista”, tampoco se queda corto, hasta el punto que uno se pregunta, dónde encuentran a esos pequeños actores, tan convincentes.
Una pareja de alta química, de altura para una ópera prima que, probablemente, no sobreviviría a otro plantel.
Se podría pecar, de ser St. Vincent, la típica película del género, que podemos ver de tarde, en cualquier canal, pero por suerte, las interpretaciones están por encima de la media, y el otorgan un empaque de las que otras carecen.
Quizás, el argumento sea previsible, y puede hacer recordar a otros genios del Séptimo Arte, como:
El humor de Melvin Udall en “As Good As It Gets” (1997), la apariencia de Jeffrey “The Dude” Lebowski en “The Big Lebowski” (1998), y la conducta de Walt Kowalski en “Gran Torino” (2008), por mencionar unos cuantos, que inclusive hacer rememorar a Walter Matthau.
En cuando el guión, St. Vincent roza la perfección, la dirección es sencilla y espléndida, y los actores creen en lo que hacen, y bordan sus papeles, el resultado, es una pequeña joya, que activa todas las emociones del espectador, desde la risa, a ponerle un nudo en la garganta.
Como moraleja, que las trae, es que la apariencia de alguien, no deja de ser más que un tapujo, un velo, una superficie por descubrir, nada más.
Conocer a alguien, es ahondar en su alma, es sumergirse en su psique, es adentrarse en su maraña, es explorar sus recónditas cavidades...
Por último y con atención especial, la banda sonora de Theodore Shapiro, para poseer y escuchar, con el tema recurrente de canciones pegadizas interpretadas por The National, Jefferson Airplane, Tweedy; y que concluyen con Bob Dylan cantado a dúo:
Dylan en el disco, y Murray en su hamaca de patio, en un largo y hermoso final, que revela un alma dolorida por el paso del tiempo, a los sones de “Shelter From The Storm”, que en todo su conjunto, cada canción tiene su porque, en cada escena respectiva.
“I can watch the kid after school”
Es un hecho que, de vez en cuando, se agradecen películas como St. Vincent, simples y frescas, aunque estén abrazadas a lo manido, con bastante insistencia.
Con un personaje que no es santo de la devoción de nadie, pero que realmente a priori, nadie conoce, nadie sabe nada de su vida, y de todos aquellos avatares y viacrucis, que el inhóspito destino le ha deparado.
Es cómodo criticar lo que se ignora, es fácil desprestigiar a aquellos seres humanos “diferentes”, de los que desconocemos su íntima idiosincrasia, y estas creencias forjadas, que la masa irreverente tiene por absolutas, caen en la paradoja, de que en ocasiones, las personas no son lo que aparentan ser.
El ejemplo lo tenemos en Vincent, que no era santo de la devoción de nadie, que fue tildado de “hereje”, por no adaptarse a los cánones de, lo socialmente impuesto, y acabó siendo santificado.
St. Vincent es pues, un nuevo canto a la bondad del ser humano, y a su capacidad para modificar el entorno, propio y ajeno, para convertirlo en un lugar más hermoso donde vivir.
Un grito en aras de la fe, en una sociedad devastada por las aristas del destino, que necesita cintas que, aunque lejos de ser originales, al menos presentan el fuerte vínculo que ofrece el trabajo hecho con la honestidad del corazón, y la fuerza del cariño.
Porque en los tiempos que corren, todos necesitamos que nos recuerden que, un gesto, puede convertirnos en santos...

“Love Thy Neighbor”



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