The Grapes of Wrath

"Inmigración, racismo, desconfianza hacia lo de fuera, precariedad en el trabajo, falta de solidaridad....
Algo está pasando y no hemos actuado".

En los fatídicos años treinta, la Gran Depresión asoló los Estados Unidos y se extendió por otros muchos países en una reacción en cadena.
La legendaria Ruta 66, que discurría desde el noreste hasta el suroeste, atravesando los estados de Illinois, Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California a lo largo de unos 3.945 kilómetros, se pobló de miles de familias de granjeros que, desahuciados de sus tierras y bajo la amenaza de la inanición, se pusieron desesperadamente en camino hacia promesas de trabajo y sustento en el oeste, en las ricas áreas de cultivo de California.
La América profunda agonizaba.
Aquella América de campesinos que trabajaban de sol a sol sus propios terrenos, que durante generaciones habían heredado las propiedades de sus antepasados; gentes sencillas que veneraban el suelo que les ofrecía su medio de vida y que bendecían el cielo y a Dios por cada nueva cosecha, por cada año de bonanza, por estar vivos.
Que estaban preparados para soportar condiciones de gran dureza, porque la tierra es tan exigente que quienes la trabajan se vuelven casi tan duros y resistentes como el lecho de piedra que se encuentra debajo del cieno fértil.
Y aquel honor inquebrantable de ser supervivientes de la madre naturaleza y de estar unidos sin importar si es estar "como una piña".
De comprender verdaderamente el valor de la unidad y lo que significa sentir el tacto de la arena en tus manos, esa arena que te permitirá continuar y perpetuar el ciclo vital.
Pero llegó un momento en que aquellas gentes perdieron lo que poseían.
Perdieron su estabilidad.
Se les arrebató el sentido de sus existencias.
Y se las condenó a ser nómadas hambrientos.
Por la Ruta 66 desfilaban incesantemente campesinos macilentos, demacrados, sucios, muchos de ellos terriblemente delgados.
Avanzando a duras penas en sus camiones destartalados, viajando hacia un destino que se anunciaba como nubes oscuras en el horizonte, pero tratando por todos los medios de disfrazarlo de esperanza y de un sol bienhechor.
Miles de personas azuzadas por el hambre y el miedo, caminando entre penurias y rodeadas de lobos que se acercaban a llevarse su buen bocado, explotadas por la avaricia de los peces gordos sin escrúpulos que se aprovechaban.
Esas ratas que debían de lucir generosas carnes de copiosas comilonas obtenidas quitando el pan a otros menos afortunados, con sus trajes caros, sus puros habanos y sus coches de lujo.
Ratas que no debían de tener grandes remordimientos de conciencia mientras condenaban a montones de infelices a destrozarse la espalda recogiendo toneladas de fruta por una miseria, a no tener hogar, a malvivir de campamento en campamento de desahuciados.
Las grandes compañías que se aprovechaban de toda aquella mano de obra barata seguramente controlaban buena parte de la economía en aquellos años de depresión económica, y muy poco o nada se podía hacer para desafiarlas si eras un desgraciado muerto de hambre.
Te tenían agarrado hasta las cejas, y olfateaban tu debilidad y sacaban tajada de ella, sin que tú pudieras hacer nada más que apretar los puños y acumular rencor y amargura, contemplando cómo se esfumaban vuestros sueños y vuestra calidad de vida caía en picado, hasta un nivel infrahumano.
A manera de deja-vù, estamos en un tiempo lleno de inquietud, en que las aparentes ventajas de la globalización dejan discurrir por sus crecientes grietas, las desigualdades de pueblos que chocan en sus carencias con la opulencia de sociedades más avanzadas.
Por eso las imágenes comprometidas, sentidas, emotivas, sobrias y casi emanadas de la conciencia y la dignidad de los personajes que retrata con cariño John Ford en The Grapes of Wrath, adaptada de la conocida obra de John Steinbeck, resultan tan cercanas como provocadoras para todos nosotros, hombres y mujeres que vivimos en una sociedad del bienestar y apenas recordamos como pocas décadas atrás, incluso hace unos años, de una u otra manera, todos los grandes pueblos del mundo occidental sufrieron periodos de crisis, carencias, limitaciones y privaciones, y gracias al coraje de nuestros antepasados y al esfuerzo común, se logró llegar a ese aparente bienestar que también apunta fisuras por medio de inquietantes presagios.
Steinbeck vivió durante dos años una vida de privaciones semejantes a las que describe en la obra, siendo un humilde campesino.
Con esta experiencia y con una sincera conciencia social reproduce este testimonio en medio de los peores tiempos de EEUU en toda su historia, la Gran Depresión.
La novela, escrita en 1939, recibió el premio Pulitzer en 1940 y el autor recibió el premio Nobel de Literatura en 1962.
The Grapes of Wrath es uno de esos títulos que aparecen sucesivamente en las listas de mejores películas de todos los tiempos.
El film es una extraña alianza de proceso hacia la toma de conciencia del proletariado y defensa a ultranza de la familia.
Esta curiosa contradicción de ideologías procede de un texto base con objetivos progresistas llevado al cine por un director conservador.
Pocas películas como esta, obra maestra del cine social, mantienen ese poder perturbador en sus imágenes.
Una inquietud que se transmite ya desde el inicio del film.
El contraste del medio rural y la llegada del progreso es ya una clave que se manifestará en diversas ocasiones de la película, y que bajo mi punto de vista producirá sutilmente los momentos más conmovedores de la misma.
The Grapes Of Wrath nos muestra de forma directa y al mismo tiempo delicada, la complejidad de la evolución del pueblo americano ente la necesaria, y al mismo tiempo, convulsa situación que se produce con la ya mencionada gran depresión, fundamentalmente centrada en ese mundo rural al que esta crisis acogió en toda su debilidad.
Pero al mismo tiempo esta adaptación de la emblemática novela de Steinbeck penetra más allá de esa circunstancia histórica, e incide en la crisis de la familia y al mismo tiempo que valora la fuerza que la misma tuvo en la historia norteamericana, especialmente en ese matriarcado que ciertamente constituyó su principal valedor.
Una crónica evidentemente pesimista pero en la que no faltan momentos para la esperanza, centrados fundamentalmente en la fuerza del individuo –tal y como resalta su grandiosa conclusión- y la operatividad de determinados elementos reformistas –ese campamento que se mostrará para los Joad como un auténtico oasis de dignidad para vivir.
Sincera solemnidad con la que ejecuta con absoluta inspiración esta crónica nacida del alma americana, es evidente que Ford sabe ser social siendo primordialmente humanista.
Logra plasmar un drama colectivo atendiendo a la intimidad, al gesto, a la compenetración y la convivencia de una familia que en sus contradicciones y su inquebrantable unidad representa el sentir medio del norteamericano del mundo rural.
Es un film-espejo, una crónica descarnada de la Injusticia, esto es, de la ausencia de leyes para gobernar un país.
Calificada como demagógica por los sectores más rancios de la crítica norteamericana, rebajada a melodrama de lágrima fácil, la película resiste todo análisis destructivo con su sobrio tratado de radiografía social de una época.
Narra un periodo de la Historia desde la misma Historia.
John Ford la lleva a término en mitad de una Depresión económica lacerante de modo que el film adquiere, en su génesis, en su contexto, un carácter preeminentemente testimonial, documentalista, trufado de una veracidad que la realidad no discutía porque era, en ocasiones, más cruda, más atroz que esta ficción de una familia que busca su lugar en el mundo tras haber sido desposeídos del que, en verdad, les pertenecía.
Nominada a 7 Oscar en 1940, gano 2: mejor director, mejor actriz secundaria (Jane Darwell).
Es una película dura, que deja un sabor agrio en el paladar.
De esas de las que cuesta reponerse cuando han acabado.
Ford creó una composición conmovedora que sitúa al espectador en la época en la que Estados Unidos se ve azotado por la miseria, el paro y la recesión económica.
Éstos y otros hechos permiten al maestro Ford construir un fresco realista, objetivo, detallado y demoledor de cómo fue la vida de esos desheredados durante casi una década.
A ello añadido el patetismo de la búsqueda de un paraíso que no existe.
La cruel realidad nos golpea en cada plano y la fotografía de Gregg Toland logra acentuar el golpe, una fotografía expresionista únicamente en grises y negros, donde los blancos que aparecen son sucios y opacos logrando fielmente la sensación de la suciedad que trae consigo la pobreza, en parte supongo basada en las fotografías originarias de esa época.
La música dramática y nostálgica le otorga algo de la dignidad que tanto reclaman los sufridos personajes del film.
The Grapes Of Wrath contribuyó enormemente al desarrollo de un cine comprometido con la realidad social, y se convirtió en uno de los filmes más importantes de la historia.
Dentro de la filmografí­a de John Ford, The Grapes Of Wrath representa uno de los puntos culminantes de su larga carrera como cineasta y el filme que mejor expresa sus preocupaciones acerca de la relación entre el ser humano y su destino.
El primero de los elementos que destacan del filme es su ciertamente novedosa búsqueda del realismo.
Ya posee un mérito reseñable el hecho de que se reflejara en la pantalla una situación social e histórica con tan poco margen de diferencia cronológica.
El mismo Steinbeck ya pretendí­a ese aspecto de urgencia respecto a dar fe del drama vivido por centenares de familias de los estados más castigados por los años de la depresión del 29, tuvieron que dejar sus tierras y emigrar a California, en busca de una aparente “Tierra de las Oportunidades”.
Pero la literatura no ha sido nunca un arte popular, al contrario que el cine, y sigue siendo llamativo aún hoy en dí­a que la fábrica de sueños de Hollywood se atreviera a narrar una historia con tantos ecos de crí­tica social apenas diez años después.
No parece casual que en Estados Unidos se extendieran al aire los ecos de la II Guerra Mundial, de forma que la lucha contra todo aquello que aparentara estar cercano al comunismo tení­a un pase temporal, mientras el enemigo se llamara Adolf Hitler.
El rodaje en exteriores gana tanto protagonismo como efectividad.
Ford sigue con su cámara la ruta 66 que sigue la familia Joad desde Oklahoma hasta California.
Escenas como la llegada al primer campamento de inmigrantes poseen esa fuerza de las imágenes de documental, y tampoco hay miramientos a la hora de rodar los momentos de violencia.
La interpretación por parte de Henry Fonda sostiene perfectamente tan complejo personaje.
No deja de ser, por las caracterí­sticas señaladas un, algo ambiguo, guí­a del espectador hacia el interior de la historia.
Su protagonismo no crece en exceso hasta la parte final, su evolución hacia una toma de conciencia (casi sindical) es tan tardí­a como súbita (y violenta).
Otro personaje interesante es el de Casy, interpretado con maestrí­a por John Carradine, en su supuesta actitud de confusión y pérdida, y, a la postre, detonante de la implicación de Tom por unos ideales de defensa de los más desfavorecidos.
Una película que está llena de momentos e instantes inolvidables, que revela esa innata humanidad que Ford sabía ofrecer en su narrativa y que en este caso concreto hablan mucho de la nobleza del pueblo norteamericano, y el contraste de un mundo rural lleno de privaciones, y ese urbano que llega en la antesala del american way of life.
Hay dos escenas únicas:
En primer lugar al momento en que pa' Joad entra con sus nietos a un café de carretera para comprar diez centavos de pan.
En primer lugar los camareros y clientes se muestran esquivos, pero finalmente una de las operarias demuestra su sensibilidad con el anciano, disimulando su actitud para que la dignidad del viejo no sufra ningún quebranto.
Más adelante, cuando la caravana de los Joad llega a ese inesperado campamento que les ofrecerá una serie de necesidades para ellos casi vedadas, advertiremos la emoción de Tom cuando su responsable le menciona la existencia del algo tan simple como agua corriente.
Será en ese momento cuando este –maravillosa expresión de Fonda- le comentará a modo de confesión que permanecerán tiempo en dicho recinto, ya que a su madre “hace tiempo que no la llaman señora” –aludiendo al trato que dicho responsable ha brindado a la matriarca de los Joad.

"... Allí donde haya un policía pegando a un muchacho, allí donde un recién nacido llore porque tiene hambre, allí donde haya una lucha contra la sangre y el odio en el mundo, mírame allí mamá porque allí estaré.
Allí donde haya alguien luchando por asentarse en algún lugar, o por un trabajo decente o una mano amiga, allá donde haya alguien que luche por la libertad, mira en sus ojos mamá porque allí estaré yo...".



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